Todo empezó en Japón, la patria de la robótica. Fue en el año 2006 cuando saltó la noticia: investigadores de la Universidad de Tokio, liderados por Isao Shimoyama, especialista en mecánica e informática, conseguían implantar a los insectos unas mochilas microelectrónicas con las que se les dirigía por control remoto.
El método parecía sencillo. Los animales poseen dos antenas con las que
detectar si hay obstáculos. Al aplicar una pequeña descarga creen que
hay algo delante, con lo que actúan en consecuencia: girando. De esta
forma se les puede guiar.
Las posibilidades del invento eran tantas que el gobierno nipón decidió invertir: 4,15 millones de euros en un proyecto de la Universidad de Tsukuba, un centro de reconocido prestigio por su equipo de investigación biológica. Las elegidas fueron las Periplaneta americana, una especie cuyos individuos son más fuertes y voluminosos, y capaces, por tanto, de llevar una mayor carga.
El problema era la duración. Las baterías que se pueden acoplar son
pequeñas, por lo que no lograban durar mucho tiempo. Había que encontrar
una fuente de energía alternativa, y la respuesta, una vez más, estaba
en el interior de los bichos: dos enzimas, introducidos en su abdomen,
se encargan de convertir los azúcares en corriente de electrones libres,
que pasan a los aparatos eléctricos a través de unos cables. La
cucaracha come, los alimentos pasan a su organismo, las enzimas que
están en sus fluidos lo convierten en electricidad y arreglado. El robot biónico es además una pila.
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