En un mundo cada vez más automatizado, requerimos con más frecuencia poder realizar interacciones a distancia. La seguridad en estos procedimientos disminuye frente a los que se realizan en persona, de ahí que los procesos tiendan cada vez más hacia la complejidad tecnológica que aumente la protección frente al fraude.
Si hay un rasgo personal que nos define como individuos, entrañando dificultades para imitar o replicar, es la voz. Se trata de una peculiaridad singular y única de cada persona, pero sobre todo, es una seña de identidad que nos diferencia del resto de los seres humanos. En no pocas ocasiones, necesitamos demostrar la autenticidad de nuestra identidad para acceder a ciertos servicios o realizar procedimientos a distancia y para ello solemos recurrir a diferentes técnicas de identificación y cifrado.
Algunas de las más recurrentes son las claves alfanuméricas, la firma digital, la huella dactilar, la identificación por el iris, la grafología, etc. Aunque la que se ha revelado como una verdadera tendencia es la huella vocal. Esto es así porque, frente a los pros y los contras que ofrece el resto de sistemas, la voz conlleva una serie de ventajas muy claras, como el bajo coste o lo poco invasiva que resulta para el usuario al prescindir del contacto físico de éste con la máquina que lo identificará.
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